Hace más de un año me robaron un beso y no lo he podido encontrar. Relato el episodio, con la esperanza de que alguien reconozca al ladrón y me devuelvan mi beso. 

Había despertado tarde, me había bañado tarde y había corrido por la puerta de mi casa aún mas tarde. Abordé el metro y esperé las 7 estaciones que quedaban para llegar a mi trabajo. Al llegar al anden me abalancé hacía las puertas y cuando se abrieron salí corriendo esquivando gente. Sin embargo noté que un joven de ojos claros, que salía del vagón aledaño al mío, había levantado la mirada para ubicarme. Corrí a las escaleras y con el rabillo del ojo lo vi detrás de mi, sonriendo hacia mi.

En esa estación hay tres escaleras, dos eléctricas y luego una de mármol. Me detuve entre las escaleras eléctricas para anudar mis agujetas y recuperar el aliento. Él pasó junto a mi, sonrió una vez mas y subió las escaleras restantes de dos en dos. Me encontré corriendo tras él, mas que por mi prisa de ir casi 40 minutos tarde al trabajo. Salí de la estación, lo busqué con la mirada pero no lo encontré, seguro se había ido con ese trote ligero hacía el sentido opuesto de mi destino. Crucé Reforma en los últimos segundos del semáforo y me quedé en el camellón decorado con flores de verano junto con otras personas. 

Veía impacientemente al frente, deseando empezar a correr para llegar a la cocina antes de que alguien se diera cuenta de mi ausencia. 

-Hola- Su voz me distrajo de todo lo que pensaba y, extrañada, volteé hacia mi izquierda. Era él. Con su sonrisa iluminada y sus ojos claros, mirándome fijamente y estudiando mis ojos. 

-Hola- Contesté tímida y con una voz de niña que por un momento desconocí. 

-Estás muy bonita- Dijo, sin dejar de mirarme.

-Gracias… Tú también…- Se río con ganas sin dejar de verme.

¿»Tu también»? ¿En que estaba pensando? Suspiré de desesperación y desvíe la mirada hacia el frente. Trágame tierra.

-Oye ¿Te puedo dar un beso?- 

-¿Qué?- Me sorprendí. Un extraño diciéndome eso era lo que menos esperaba un miércoles a las 9 de la mañana. Lo volteé a ver para enfrentarlo. No sabía nada de él, ni su nombre, ni su edad, ni siquiera su destino. Nada. Pero en cuanto moví el cuerpo y la cabeza para mirarlo tomó mi cara con ambas manos y me besó. Instintivamente cerré los ojos y sin quererlo me dejé llevar en el beso del extraño de ojos claros. Segundos antes de que el semáforo se pusiera en rojo, separó sus labios de los míos, miró el semáforo y puso su frente sobre la mía. Suspiramos al mismo tiempo, queriendo recuperar el aliento. 

La luz cambió al verde de cruce de peatones.

-Adiós, hermosa-

-Adiós- Abrí los ojos y vi su cabello castaño perdiéndose en la multitud de los peatones. Me quedé quieta mientras se iba y me quedé un semáforo más observando el camino por el cual se había ido con cara de idiota enamorada.

 

Cualquier información de estos claros ojos traviesos, casi cubiertos de pelo castaño y acompañados de una radiante sonrisa será de gran ayuda para encontrar mi beso robado. Y si lo encuentran frente a frente, déjenle saber que lo estoy buscando, que quiero mi beso de regreso. 

 

 

Hoy cumplo 30 días fuera de mi casa. Hace un mes salí de mi hogar con una maleta enorme y una emoción incontrolable por caer en cuenta que el viaje que, hacia unas semanas se veía tan lejano, ya era una realidad palpable en un boleto de avión con destino a París.
Con mucho pesar dije adiós a la gente que quiero y con paso triunfante pasé por la revisión de seguridad del aeropuerto. Junto con mi inseparable amiga Ana, increíble compañera para esta aventura, dimos vueltas al aeropuerto y luego nos fuimos a subir al avión ¿Quien iba a decir que me iba a encariñar tanto con el chico y la chica con los que sabía que iba a viajar pero conocía solamente sus nombres? Se llaman Aidé y Roberto. Empezamos a platicar en la fila para abordar el avión y un mes después vamos por la vida alegando que somos primos.

Me senté en mi asiento y 11 horas después estaba aterrizando del otro lado del mundo. Tres minutos después de poder bajarme del avión me sangró la nariz, nunca he dudado que haya sido de emoción y me tiene sin cuidado sí eso es biológicamente posible.
24 horas después de aterrizar en París, ya estaba instalada en mi nuevo hogar: Un pequeño departamento de color blanco en el que vive una joven mujer rubia y dos niñas que la llaman mamá. En ese momento, en el cuarto junto al mío, vivía una linda chica belga que, al ver mi cara de cachorrito perdido, me sacó de la casa y me mostró la ciudad en la que iba a residir por dos meses y medio.
Luego comenzó la aventura. Adecuarse, acostumbrarse y todo lo que termina con -arse era nuevo. Y si, en un dos por tres se me metió la gana de extrañar hasta el suelo de mi cuarto en el que me acuesto cuando estoy muy feliz o muy enojada. Llamaba a cualquier persona conocida en busca de palabras de aliento y apenas escuchaba dos sílabas de su voz me lanzaba a un llanto tan trágico que, si esto hubiera sido escrito por Lewis Carrol, me hubiera ahogado sin remedio.

A la larga se me fue quitando aquel terrible nudo en el estómago y me di cuenta que las clases de francés a las que voy de 9 a 12 todos los días (Y algunas horas vespertinas regadas aquí y allá) estaban funcionando. De repente ya reconocía palabras y luego frases y ahora frases más largas. Ya puedo pedirme un helado, de esos que tanto me gustan, y preguntar el precio de las cosas. Se lee mejor de lo que es pero se hace lo que se puede. No digo que acabada la aventura vaya a recitar a Víctor Hugo, pero podré parlotear en otro idioma.

El mes voló, y mis días de lágrimas negras se fueron. Siempre extraño todo, pero ya se como acomodar este sentimiento para convertirlo en algo positivo. La práctica hace al maestro. En este mes conocí mucha gente, de países diferentes y del mío. Concí alemanes, suecos, finlandeses, turcos, holandeses y hasta un libio. Y claro, una mexicana. Pau iba en la misma escuela que nosotros y desde que reconocimos nuestros acentos, del mismo país y la misma ciudad, nos hermanamos sin remedio. Nos conocimos un martes y para el jueves ya ibamos juntas a una excursión.

Estar lejos de casa hace que nos maravillemos de todo, incluso de lo que no nos maravillábamos antes. La lejanía a lo conocido me obliga a enfrentar mis miedos y a aplicar más que nunca en mi vida los principios que durante un año aprendí gracias a la impro: Acepto todo lo que viene y me rodea; todo lo que me sucede, dice alguien, pasa por algo. Soy generosa: como buena mexicana no le niego a nadie ningún tipo de ayuda, puede que no ande regalando dinero, pero si puedo contagiar a alguien con mi energía o brindarle un momento para ser escuchado, lo haré. Y claro, estoy atenta de todo lo que sucede, quiero poner atención a cada detalle y no perderme ningún detalle, si algo he aprendido en estos 30 días es que, poniendo la atención debida, hay algo que observar y aprender en cada detalle.

Aún me faltan dos meses en esta aventura. Me faltan muchas cosas por hacer. Mucho que escrbir. Muchas fotos que tomas. Muchas cosas que ver. Muchas cosas por probar. Mucho por escuchar. Mucho de todo.

 

 

Hacía rato que sentía esas cosquillas que poco a poco se estaban haciendo habituales. Después de meses de sentirlas en la punta de los dedos de las manos y los pies, en el estómago e incluso en la nariz, un evento tomó lugar en mi agenda. Decidí que debía asistir costara lo que costara. Fui por los boletos, y luego agoté todos mis medios para conseguir que mi entonces novio me acompañara. Salí de mi casa con varias horas de anticipación y ubiqué el teatro de lejos y de cerca; llegué tan temprano que tuve el tiempo para cambiarme de butaca por lo menos unas cuatro veces para asegurar la mejor vista de ese extraño espacio llamado escenario. Escuché la primera y segunda llamada pacientemente, escudriñando el boleto que tímidamente había pedido conservar. Aún lo guardo en el cajón. Recuerdo que una vez iniciada la función me emocioné, me reí hasta el dolor de estómago, me angustié y claro, derrame lágrimas. No quería que acabara, me sentía segura. Sabía que afuera llovía y muy probablemente un desencanto me esperaba también y desee poderme quedar en la protección de un recinto al que nunca le presté atención y que albergaba una forma de contar cuentos que me cautivó al instante. Después de los aplausos la gente se comenzó a ir, yo me quedé sentada en la butaca segura de haber encontrado eso que me sacaría las cosquillas del cuerpo. La obra me había saciado, no quedaba espacio dentro de mí, ni siquiera para un antojo callejero de mi rumbo predilecto. Quiero hacer teatro, me dije mientras caminaba por las calles mojadas de Coyoacán.    Y no hubo más; la decisión estaba tomada.

Acabado el verano comenzó el sueño. Tomé la primera clase, la segunda, la tercera y el resto, hasta el día de hoy, con la misma emoción. Descubrí como expresarme usando más que una pluma y aprendí a hacerlo con el cuerpo, la cara y emociones que podía generar para que no fueran mías. El escenario me enseña el arte de prestar atención a todo, llámese luz, escenografía, público y una de mis cosas favoritas: el texto. He tenido la suerte de tener directores cuyo adjetivo, me arriesgo a decir, es juguetón; el libreto se vuelve una guía de la que otras ideas, otras acciones e incluso otro final están a una leída de distancia.

Adopté un hobbie, pero al mismo tiempo lo que se convirtió en lo que me atrevo a llamar trabajo. Tengo un trabajo pero lo mejor de todo es que antes de todo eso es un estilo de vida. La vida es una obra y nosotros decidimos cuando cambia la escena y como finalizan los actos. Los personajes y la trama son harina de otro costal.

Me han dicho que el amor no es una cosa y otra, es todo. Así es el amor por el escenario. Es saber que estarás ahí, triste, feliz y cansado. Que te pondrás loco de celos. Que la pasarás mal. Pero que también te dará todo de sí solamente esperando a cambio lo mismo.

El escenario me asusta. Me da tanto miedo que antes de subirme me tiembla todo el cuerpo. Ese lugar expide energía, toma tiempo adoptarla y hacerla tuya pero una vez que lo logras se siente delicioso. En el escenario puedo ser quien quiera y al mismo tiempo yo. Hay que pensar tantas cosas estando sobre él que al final se hacen una sola. El teatro unifica y todo se hace luz. Nunca podré terminar de describir que es el escenario para mí. 

Las mujeres podemos darnos el gusto de ser indecisas en todos los temas habidos y por haber, excepto en los hombres. A este nunca lo había visto, pero al primer cruce de miradas supe que nos iríamos juntos; segura, sin miedo y viéndolo a los ojos caminé hacía él para llevármelo de ese antro de hombres sin dueño. Pasamos la noche juntos, se dejó tocar y repasar, me hizo reír a carcajadas y preguntarme porque no lo había buscado antes. Sus ojos azules se asomaban entre mis dedos mientras su risa de niño se grababa en mi cerebro; me sedujo toda la noche y no me dejó descansar. Por fin, al amanecer, puse la contraportada del libro sobre todas las páginas. Mi primera noche con Xavier Velasco había terminado.

Después de mucho buscar y sin miedo a equivocarme supe que había encontrado a un autor con el que me sentía identificada y que escribía las cosas que yo no me atrevía.  Aquel hombre noctámbulo había encontrado en el escribir lo que yo en el teatro: era posible ser el personaje, vestirse con su ropa y adoptar su personalidad al mismo tiempo que eres tú mismo, consiente de la trama o el escenario, de las luces o las intenciones, del libro o el libreto. Los personajes de sus novelas son ellos mismos y son él.

Este que ves fue el primero. Me había contado la historia de un niño que quería escapar de su retrato y ser otro, que no se hubiera enamorado. Con Puedo explicarlo todo conocí a sus personajes soñados: víctimas heroínas, héroes trágicos, villanos bondadosos y una inocencia tan inteligente que parece madurez.

Ahora si era un rockstar de las letras, como lo mencionó en su momento la revista Chilango, en sus páginas centrales. Entrevista en la tele, entrevista en la radio, en los periódicos, en revistas y estoy segura que la sopa de letras tenía más letras X que nunca.

Después de eso, nos encontramos. Casi 5 horas después de formarme y unas muchas decenas de personas después, me recibió a su lado, me dio un beso en la mejilla y me dejó decirle que lo quería.

Claro, después de tal acontecimiento corrí a la librería más cercana para, una vez más, sacarlo a pasear conmigo. Violetta y su Diablo guardián no hicieron más que sacarme esa sonrisa maliciosa que hacía tiempo ya había descubierto. La imagen que tenía de Xavier dio un giro. Su imagen e incluso yo misma gira cuando lo leo, ya sea por primera vez o repitiendo una de las noches que hemos pasado juntos.

 

Por tanto conocernos y tan poco encontrarnos.

 

 

 

En busca de volver a la disciplina de la literatura quité todas las cosas de mi escritorio y me armé de la computadora y un par de bocinas. 

Me advierto y prometo a mi misma que nunca lo volveré a dejar, y que cada semana regresaré a escribir, tenga ideas buenas o no. Me repito hasta el cansancio que es un hábito que tengo que grabarme a fuego, o en este caso, a tinta. 

Este, más que un hábito, podría ser un simple hobby. Pero cada vez que me viene una idea a la cabeza con sus fundamentos y sus paisajes y su melodía y su ritmo y peor tantito, sus personajes. Primero, todos ellos me revolotean en la cabeza como la hojarasca en el otoño, luego se me estancan en la mollera dando vueltas y vueltas cual zopilotes que rondan un cadáver y, en este caso, una idea. Ya después que las ideas ven que no hay manera de que me siente a transportarlas a la tinta y al papel o ya de perdidas a la «uni-tecla» del teléfono se sientan atrás de mis ojos cual perro callejero frente a carnicería y de ahí no se moverán. 

Al rato que les quiero prestar atención, aquellos perros ya no quieren jugar conmigo. Se han transformado en una novia celosa a la que le pido perdón llevándole al pie de su ventana flores y hasta mariachis para convencerla de que me deje entrar y me cuente su historia. Le canto todas las canciones que me se, y si no tienen letras se las tarareo, pero es mala conmigo, me abre la ventana para guiñarme el ojo, la deja abierta para que pueda escuchar la fiesta que ella tiene consigo misma y como baja la escalera para dejarme entrar. La oigo tomar sus llaves y caminar descalza hasta la puerta; juega con las llaves y se da el tiempo de repasar cada una, con sus dedos de letras, para escoger la correcta. La escucho arañar las orillas del picaporte con la orilla de la llave y para entonces ya soy la loba de la mayoría de los días rascando desesperadamente la puerta. Abre la dichosa y yo, bien amaestrada, me lanzo hacía atrás y me siento con el lomo erguido -Esta historia me la puedo contar yo frente al espejo- dice sonriente, para después azotarme con desprecio la puerta en la nariz. 

Me retiro aún a cuatro patas llorándole a la luna que la maldita no me quiso perdonar. Ella siempre me escucha y aunque no me responde, la respeto sólo porque no la alcanzo. Monto en cólera y comienzo a correr por el bosque junto a su casa, aullando y gruñendo, consumida en mi furia. Siento como mis patas sangran y mis ojos caninos se han cansado de ver en la obscuridad. Caigo rendida, presa de todo.

Me levanto del mármol. Mujer de nuevo. Visto, valga la redundancia, un vestido negro y tacones rojos a juego. Camino escuchando el eco de mis pasos por esa extraña galería. Camino tranquila porque sé que a una décima de metros él me sigue. Subo escaleras y bajo elevadores y siento cada vez más cercana su agitada respiración en mi cuello. Me gusta, pero me asusta. Salgo a la calle y esta vez apuro el paso, el reloj de la pared de enfrente me asegura inseguridad. Camino por callejones, no se a donde voy. Muerta de miedo topo de frente con una pared, respiro hondo y me rindo, acabo de perder. 

Me volteo y enfrento su mirada que desde hace tiempo me seguía. Se acerca con paso lento hacia mí y apresa mi cuerpo entre sus brazos, la pared y su pecho. Acerca su cara a la mía y me da un beso en la mejilla -Vámonos- me dice al oído con aquella voz tan sensual y sexual que, supone y acierta, me pone de rodillas. Toma mi mano y rehacemos los callejones que hicimos en persecución. Llegamos a la calle obscura y cruzamos el lobby del edificio. Tomamos el enrejado elevador y él entra antes y yo después. Me volteo, instantánea, apenas comienza a subir el animal de hierro. Se acerca a mi espalda y asecha con las ásperas yemas de sus dedos el precipicio más alto de ella. Acerca sus labios y besa el mismo punto. No quiero que sepa que quiero enfrentarlo en un campo de batalla blanco y horizontal.

Despierto en la suave trinchera donde peleé con fuerza pero perdí. Me estiro y tuerzo como le aprendí a los jaguares del zoológico para levantarme y buscar abrigo. Encuentro en el suelo y junto a un zapato mío tu camisa blanca que me queda dibujada. Te busco de puntitas por el piso y te encuentro en la cocina preparando el café. Me haces un ademán de media vuelta y con una taza en cada mano me persigues de nuevo a la habitación. Tomas mis manos y me sientas ante tu escritorio, que preparaste, antes de buscarme, con la dichosa máquina de escribir y un escalón de hojas blancas. Delicado, te pones de rodillas y tomas uno de mis tobillos para anudarlo con correas a las patas de la silla en la que estoy sentada. Dócil, te ofrezco el otro para que hagas lo mismo. Colocas la taza de café a mi derecha y colocas una hoja en el tambor de la máquina. Te alejas hacia el baño y escucho el agua caer dentro de la tina. Hago lo propio hasta que me duelen las falanges y las yemas me queman. Terminé la idea que empezó con hojas secas y termina en amante. 

Desatas mis tobillos y me quitas tu camisa blanca. Me empujas a la tina y te vas. Salgo del baño como nueva y salgo a buscarte dejando charcos a mi paso, en la cama me has dispuesto tus botas, mis jeans preferidos y la blusa que te llevaste de mi casa la última vez. Me visto y sé que ya no estas, tomo mi texto y cierro la puerta. 

Camino por la calle con ojeras y sonrisa. En las manos sudorosas que ya marcan el papel tengo la idea que se manifestó en las tantas maneras que acabo de redactar. Así pasa una al menos una vez a la semana y a veces hasta dos, si tiene ganas tocará la puerta incluso una tercera vez.

A la inspiración no hay manera de hacerle entender que esa no es la manera de volver al ritmo, pero yo tampoco doy mi pluma a torcer por las buenas. 

Todos los viernes el chico de barba y voz rasposa escribe en su blog. Me gusta leerlo porque a pesar de los conciertos, las giras y las fans se da su espacio para escribir y lo comparte. Es uno de nosotros. 

Hoy escribió sobre lo que le gusta e invitó a sus lectores a hacer lo mismo. Aquí va lo que me gusta. 

Me gusta mi pijama de cuadritos y mis boxers de los pitufos. Me gustan los posters. Me gustan las fotos. Me gustan las noches frías. Me gustan los balcones. Me gustan las entomatadas con la receta de mi abuela. Me gusta acordarme de las cosas y reírme de nuevo. Me gusta Kentucky Fried Chicken. Me gusta nadar en el mar. Me gustan los helados. Me gusta estar con mis amigas. Me gusta platicar de todo. Me gustan los amigos que me escuchan. Me gustan los ojos que sonríen. Me gustan las cosas que hay en casa de mis abuelos. Me gusta que me cuenten recuerdos. Me gusta escribir. Me gustan los vestidos. Me gusta mojarme en la lluvia. Me gusta el olor a bronceador. Me gusta el aire acondicionado. Me gusta la navidad. Me gustan los besos. Me gustan las noches de risas. Me gusta la sonrisa de niño de mi primo. Me gusta Harry Potter. Me gustan los caballos. Me gustan los ojos verdes. Me gusta la gente que me sonríe en la calle. Me gustan las chamarras de piel. Me gustan los kleenex suaves. Me gusta viajar en avión. Me gusta la sopa de cebolla. Me gusta bailar. Me gusta pasar tiempo con mis primos. Me gusta no parar de leer un libro. Me gusta el café en las mañanas. Me gusta la historia. Me gusta recordar. Me gusta tomar fotos. Me gusta hacer collages. Me gusta la clase de literatura. Me gusta la comida de avión. Me gusta el centro y toda mi ciudad. Me gusta el té y tomarlo con un amigo. Me gusta cocinar. Me gusta consentir y cuidar a la gente. Me gusta la justicia. Me gustan los cuadernos nuevos. Me gustan las palomitas con caramelo, pero las que se hacen en microondas. Me gustan las revistas. Me gusta el sexo. Me gusta el color rosa y el color rojo. Me gusta el vino tinto. Me gustan los tacones. Me gustan los leones. Me gustan las cajas y los frascos. Me gusta bañarme a oscuras. Me gusta pensar en que me gusta. Me gusta compartirlo. Me gusta conocerme

Quiero leer tu lista. ¿Me la apuntas aquí abajo?

Subimos a la camioneta y emprendimos rumbo por la carretera junto al mar. Una hora y media después dábamos vuelta en la arena y el mar apareció más cerca que nunca. Estacionamos muy cerca de él.

Yo no pude resistir. Bajé de la camioneta y  mientras caminaba me quité la ropa que tenía sobre mi traje de baño color menta para tirarla en la arena. Una vez lista me apresuré a acercar mis pies a las olas y poco a poco dar pasos hacia adentro. Cuando tuve el agua en la cintura di un salto e imaginándome sirena nadé varios metros hacia el horizonte.

Nadie comprendía lo mucho que me gustaba nadar en esa gran alberca. Porque yo juraba que el mar me hablaba y me contaba cuentos que pasaban dentro y sobre él y a sus orillas; la espuma son las nubes caídas o los sueños que buscan dueño. La arena son los puntos y las comas de la historia del mar y, si la escribes, toda la playa desaparece.

Regresé a la orilla y ayudé a armar todo para el día en la playa. Las sillas para mis abuelos y mis papás, las sombrillas para todos, las mesas y las hieleras. Mamá me agarró desprevenida y me paro frente a ella para ponerme bloqueador de pies a cabeza. Cuando terminaba conmigo y se disponía a ir tras mis hermanos que ya tenían el agua mas allá de la cintura, alcancé a ver a Antonio sentado en la orilla del mar. Cuando pude, escapé de mi mamá y corrí hacia él.

-¿Listo para nadar?-

Antonio sonrió suspirando

–Tienes la nariz blanca-

Me quedé congelada al tiempo que levantaba su mano y con cuidado me quitaba el exceso de crema. Sentí como mi cara se puso roja y rehuí su mirada. Nos quedamos sin decir nada mirando a mis hermanos haciéndose cada vez más pequeños a medida que nadaban a la lejanía.

-Me da miedo el mar- Dijo sin voltear.

A veces tenía ademanes parecidos a los de mis hermanos y eso me dejaba pensativa, pero no sé en qué.

Me quedé callada, mirándolo.

-Cuando era más chico me metí a nadar con mi mamá y una corriente nos alcanzó y nos llevó muy lejos de la orilla, me asusté muchísimo-

Volteó a mirarme y me miró a los ojos larga y profundamente.

-Quítame el miedo al mar, así como yo te quito los malos sueños-

Me sorprendí ¿Cómo sabía? Yo nunca le había dicho a nadie eso; que los días en los que lo veía no tenía pesadillas. Nadie sabía, me repetí varias veces en mi cabeza, al mismo tiempo que repasaba los días pasados. Quizás se me había escapado ese detalle. No lo creo.

 

Pronto decidí que debía dejar de pensar en eso, e impulsada por el calor que la arena irradiaba a mis piernas me levanté de un salto y le ofrecí mi mano al niño que, sin saberlo, me estaba devolviendo las ganas de soñar.

Lo levanté de su asiento de arena, lo jalé junto a mí y quité su mano de la mía

-Separa los dedos- y tan dócil como lo conocí el primer día de clases me hizo caso

Abrí yo también los dedos y los intercalé con los suyos

-Así nada nos va a separar-

Bajó la mirada para ver nuestras dedos entrelazados, la subió para mirarme a los ojos y al mismo tiempo sonreír para finalmente voltear a ver al mar y su horizonte.

Caminamos juntos por la arena hasta que las olas tocaron nuestros dedos de los pies

-¿Listo?-

-Si-

Y sin soltarnos de la mano dimos pequeños pasos en aquel mar del golfo. Pasamos rápido el limbo donde rompen las olas y seguimos caminando. Miré de reojo a mi amigo y vi su ceño fruncido y los labios apretados

-¿Cómo vas?-

-Bien-

Sabía que no lo estaba, entonces di un par de pasos más y me detuve

-Ahora vamos a nadar ¡Vamos a alcanzar las olas!-

Antonio me miró atónito

-Pero… No me sueltes-

-No, claro que no-

-¿Lo prometes?

-Lo prometo-

Tomamos aire al mismo tiempo y saltamos a sumergirnos en el agua. Sentí como apretaba mi mano, tan fuerte que hasta dolía, pero no lo solté. Salimos a tomar aire y aún con los ojos cerrados sentí como se acercaba a mí y me abrazaba

-¡Estoy bien! ¡Estoy bien!-

Comenzamos a reírnos juntos. Me froté los ojos para quitarme el agua de mar y cuando los abrí vi a mi amigo muerto de la risa. Sus ojos combinaban con el mar.

 

Regresamos a la casa blanca desde cuyas ventanas se oía el murmullo de mar. Antonio se puso su pijama de trenes y yo a mía de caramelos. Nos encontramos a la mitad del pasillo, cepillos de dientes en mano.

-Me la pasé muy bien hoy- Me dijo tenuemente, cuidándose del eco de la casa.

-Mañana será mejor, ningún día es igual-

-Hasta mañana- me dijo en voz aún más baja

Se acercó a mí y me dio un beso justo debajo del ojo. Me quedé pasmada y, seguro, con las orejas coloradas.

Lo vi perderse en la luz del cuarto a través del reflejo del espejo. Me deshice las colitas y me cepillé el cabello largamente viéndome al espejo, preguntándome si era bonita.

Corrí a meterme en la cama, que era de mi madre cuando niña y que estaba en su vieja habitación. Entre las sábanas y el sonido lejano de las olas me fui perdiendo lenta y profundamente en mis pensamientos para así resbalarme a los sueños que no eran pesadillas. Soñé agua y soñé nubes.

Desperté muerta de calor y con el pelo pegado a la cara por causa del sudor. Me levanté de la cama y descalza abrí la puerta de mi habitación para ir a buscar a los demás. Revisé todos los cuartos: Vacíos pero visitados por el aire de la mañana proveniente de las ventanas abiertas. Bajé la escalera y observé como llegaba la mañana a través de las cortinas. Caminé hasta la cocina y encontré a Yeye en ella; iba y venía por la pequeña cocina, picando en una tabla, dando vuelta a una olla y soplando en la otra, preparando el café matutino que, estoy segura, siempre espera la llegada del pan dulce fresco para estar listo.

Me miró mirándola en el marco de la puerta y se acercó a darme mi abrazo de los buenos días. Los suyos pertenecían y pertenecerán al apartado de abrazos que siempre recuerdo. El recuerdo de sus abrazos es tan fuerte, que cuando acuden a mí, el agua de mis ojos escapa, como un reflejo de la vida que me aprieta. Y aún sin preguntarlo siempre supo que me gustaba ayudar, en especial en la cocina. Y a esas horas que todavía se apellidan mañanas me ponía un banquito de madera frente a la estufa y frente a la hornilla que hierve la leche. Mi tarea consiste en soplar la espuma, que se parece a la del mar, cuando está a punto de salirse del peltre blanco.

Me gustaba verla: aunque concentrada en sus bonitas y morenas manos se esmeraba en mantenerme entretenida y siempre riendo.  Y lo lograba, sus movimientos eran gráciles y fáciles, voladores. Me concentraba tanto en ella que constantemente tenía que recordarme

-Ojos, la leche, no la descuides- Me llamaba así por mis grandes ojos castaños a los que se les escapan chispas al mirar.

De repente oímos ruido, eran los demás regresando con el desayuno. Entre risas y pláticas entraron y extendieron en la mesa todo lo que habían traído. Yeye y yo servimos el resto y nos sentamos a desayunar.

 

Cuando terminamos subimos y buscamos todo lo que íbamos a necesitar ese día: iríamos a la playa.

 

-Mira abue, el es Antonio, es mi amigo nuevo y lo traje para que lo vieras y para enseñarle el cofre de tesoros, el naranja y el rosa- dije sonriente y orgullosa.

Yeye lo miró, le pasó los dedos por el pelo de sol y sonrió para sus adentros

-Yo soy Irene, abuela de Esteban, Julián y Andrea, que bueno que hayas venido, verás que te vas a divertir. Si quieres puedes decirme abuela o como Andrea me dice- dijo mi abuela, sin dejar de sonreír

-Gracias- contestó Antonio, con una  sonrisa digna de playa

Se miraron un momento y Antonio dio un paso adelante, abrazó a Irene y luego corrió de regreso a mi lado para ayudarme a meter el resto de las cosas a la casa.

 

El abuelo Luis siempre llegaba después. Con ese paso vagabundo de quien conoce sus calles lo veíamos caminar hasta el portón atraves del enorme ventanal. Siempre nos tenía una sorpresa. Lo abracé y me levantó en el aire para darme un beso. Hoy traigo puesta la pulsera azul que me regaló ese día.

Una vez que el abuelo Luis me aterrizó de mi fugaz vuelo, procedí. Le enseñé a Antonio todos los rincones de la casa y le conté todas las historias que conocía de ella. De la cocina con la olla de leche hirviendo y del comedor con la vitrina detrás de la mesa. De la alacena que olía a dulces y del enorme caracol que mi abuela tenía bajo la televisión. Subimos la escalera de escalones chaparros.

Encontramos a Julián y a Esteban peleando por la cama junto a la ventana. Oculté la risa pensando que iba a hacer mi amigo cuando se enterara que iba a dormir en ese cuarto con mis hermanos.

Sacamos los juguetes viejos del closet y comenzamos a jugar. Una vez encerrados en ese mundo compartido el tiempo pasaba más rápido que en vuelo.

Yeye nos llamó a comer y nos sentamos los ocho en la enorme mesa. Julián hablaba con el abuelo Luis de coches y motores y el resto de la familia planeaba con lujo de detalle que haríamos esa semana en el puerto.

Acabada la comida todos sabíamos que seguía. Me levanté de mi silla.

-A que no me ganan esta carrera- Le dije a Antonio y a mis hermanos mientras esquivaba a los demás para correr al portón. Me paré sobre las puntas de mis pies y con todas mis fuerzas abrí el seguro de dicho portón. Lo abrí y una vez afuera lo cerré de nuevo mientras me echaba a correr hacia el mar. Cuando llegué al malecón volteé a ver la calle que recién había dejado para ver a mis hermanos correr tras Antonio, que parecía no cansarse e incluso desde la distancia, sonreír.

Aprovechada de mi ventaja eché a correr de nuevo, esquivando a las pocas personas que caminaban por la calle ese día. Escuché pasos que corrían tras de mí y traté de acelerar pero cuando quise voltear a ver el mar apareció frente a mí la cara de Antonio. Sin dejar de correr y sonreír me miró a los ojos unos pocos segundos. Volvió a ver al frente y retando al camino corrió sin mirar atrás. Julián pasó junto a mi sin bajar su ritmo. Y cuando escuché los pasos de Esteban pensando que estaba próximo a pasarme me tomó de la cintura y siguió corriendo.  Cargaba mi cintura bajo su brazo y sintiéndome segura en ese abrazo extendí los brazos como Peter Pan para volar a ras del suelo.

Llegaron y aterricé en la heladería

-Como ganaste tu escoges helado primero- Le dijo Julián a Antonio

Pegamos la nariz al cristal e inspeccionamos con cuidado cada sabor. Al final él eligió mango y yo mandarina. Esteban guanábana y Julián de limón.

Encontramos a los demás a medio camino y nos adentramos hacia el centro. Vimos a los bailarines de danzón: Enamorados del adoquín de la plaza y de la orquesta cuyas notan enredan a la gente pasante y la convierten en espectador de la magia que por pares, forma una sola pista de baile; de los abanicos y miradas al frente, de las manos tomadas y los ojos encontrados.

Entre todas esas cosas me perdí. Viendo a las parejas tomadas de una mano y con la otra tomando cinturas y tomando hombros. No podía concebir en donde guardaban esas mujeres de negro tanta elegancia y todos esos pasos de baile ¿Acaso era en los bolsos que siempre llevan las mujeres? ¿O será detrás de sus abanicos? Hasta entonces no me había percatado que tenía la mirada fija en una pareja casi al centro de la pista improvisada, pero cuando lo hice la mujer que bailaba me sonrío y antes de dar una vuelta, me guiñó el ojo.

Un día llegó el verano y con él las largas vacaciones que lo acompañan. Ya habían terminado las clases y me pasaba los días acompañando a mi mamá a todos lados, pensando que haría mi amigo tan solo como yo.

Una mañana, mientras aún dormía mi papá entró a mi cuarto y se sentó en la cama junto a mí. Esperó a que despertara por mi cuenta y abriera los ojos para decirnos buenos días a base de sonrisas.

-Tu abuela llamó y nos invitó a pasar unos días con ella en la casa del puerto-

-¿Y cuando nos vamos?- Contesté emocionada

-El lunes temprano, no queremos llegar tarde a la arena ¿O sí?-

Sonreí aún adormilada y pensando en lo mucho que me gustaba jugar en ella.

-Te quería preguntar…-

Miré a mi papá fijamente

-Pues… Que si…-

Seguí mirándolo, no tenía idea a donde quería llegar

-Mamá y yo queríamos saber si ¿Querías invitar a algún amiguito tuyo?-

Y entonces supe a donde iba, solamente tenía un amigo.

Nunca había sentido algo así. Era como miedo. Eran como nervios. Era como vergüenza. Era como quererme reír pícaramente después de haber hecho una travesura. Era como esa corriente de aire helado que se siente deliciosa cuando pasa.

-Sí, quiero invitarlo y enseñarle el cofre de tesoros y el naranja y el rosa-

Sonreí grande. Y metiéndome de nuevo bajo las sábanas me retiraba a mi mundo para morirme de la risa.

Pasó el miércoles, el viernes y también el jueves. Siguieron el sábado y el domingo y cuando menos lo esperamos el lunes había llegado.  Subíamos las cosas a la camioneta cuando llegaron Antonio y sus papás. Corrí y jalé la falda de mamá en busca de bajar su oreja hasta mi altura.

-Ya están aquí- Le dije en voz muy baja mientras me quedaba muy quietecita junta ella y le tomaba la mano.

Mamá caminó hacia ellos prácticamente llevándome a rastras

-¡Hola Martha! ¡Hola Mauricio! Que gusto verlos. Antonio, que bueno que vendrás con nosotros, te aseguro que la vas a pasar muy bien-  Y se acercó a Antonio para darle un beso en la mejilla. En el movimiento de besar a mi amigo mamá me dio un pequeño empujón para saludar a los papás de mi Antonio. Ofrecí mi mejor sonrisa y les planté enormes besos en las mejillas, siempre eran muy lindos conmigo.

Una vez despedidos nos subimos a la camioneta y pusimos rumbo hacia el mar. Papá manejaba y mamá iba junto a él. Justo detrás íbamos Antonio y yo y en la última fila Esteban y Julián refunfuñaban un deseo incontrolable de manejar. Durante el camino cantamos y jugamos hasta que los últimos cuatro caímos en un profundo sueño que empezó en áridas tierras y despertó en verdes juguetones.

Abrimos las ventanas para que la ya cercana brisa marina nos recibiera y el olor a mar nos llenara en cada rincón.

Volvió a pasar el tiempo y cuando menos lo esperamos ahí estaba ese gran espejo azul. Nos amontonamos en las ventanas para ver romper las olas, que saludaban con la promesa de dejar días inolvidables tras su paso por la arena, y por nosotros.

 

Hoy, la casa de mi abuela a escasas cuadras de la orilla del mar es una burbuja que guarda recuerdos, pero por esos días era el mejor lugar de todos.

Antes de dar vuelta a la cuadra mi papá tocaba el claxon intermitentemente para avisar a los abuelos que ya habíamos llegado. Por eso siempre me pareció maravilloso que cuando estacionábamos frente a la casa mi sonriente abuela ya corría a abrir el portón entre sus características carcajadas a las que, claro, habían salido las mías.

Y en cuanto podía abría la puerta y saltaba a los abrazos y besos de la mamá de mi mamá. Todos salieron de la camioneta a saludar mientras yo tomaba a Antonio de la mano y lo llevaba hacia Irene para enseñarle que su nieta por fin tenía un amigo ¡Y lo había traído para probarlo!