Como casi todos los sábados Esteban salió con sus amigos, pero dada la situación de mi buena noche de sueño Julián se quedó a jugar conmigo. Por supuesto nuestros conceptos de jugar eran diferentes, y el suyo era ver una película y el al mismo tiempo usar su computadora.  Me gustaba estar con mis hermanos.

Más o menos a la mitad de la película Julián bajó la pantalla de la computadora y me preguntó

-¿Estás lista?-

Lo pensé poco tiempo y luego recordé. Sonreí grande.

Nos miramos asintiendo la cabeza.

Uno…

Dos…

Tres….

Salimos corriendo escaleras abajo y una vez vuelto el silencio a la casa yo me aproximaba a tomar las llaves del coche mientras Julián abría la puerta silenciosamente y comenzaba a mover el coche sin encender el motor. Una vez con las llaves en las manos cerraba la puerta cuidadosamente y corría a alcanzar a mi hermano calle abajo para subirme al coche y alcanzarle las llaves para arrancar antes de que mis papás se dieran cuenta.

Una vez suficientemente lejos encendíamos en motor y bajábamos las cuatro ventanas,

Igual que en el juego la diversión recaía en diferentes cosas para cada uno de nosotros. Yo amaba ir con la cabeza fuera de la ventana con el aire pegando en mi caray desordenando y deshaciendo las colitas que tanto le gustaban a mamá.

Si había sol nos gustaba cantar.

Siempre pensé que la adrenalina de mi hermano era la velocidad; cuando había tiempo íbamos hasta las carreteras federales para acelerar lo mas que se pudiera. Julián sabia cuando no podía mas y en ese momento (siempre) exhalaba un grito al aire de su libertad.

De regreso a casa, con el ocaso, no cerrábamos las ventanas. Si nos íbamos con el sol y regresábamos con la noche nuestra relación era lo mismo; partíamos riendo y jugando para regresar cada uno callado y envuelto en sus pensamientos. Yo pensaba en que pesadilla me tocaría esa noche, no se en que pensaba Julián.

El lunes por la mañana me cambié el vestido dos veces y antes de salir me miré al espejo el tiempo suficiente para asegurarme que mi sonrisa podría opacar mis ojeras. Llegué a la escuela y nerviosa caminé hasta el salón de clases. No se por que estaba tan nerviosa.

Antonio, que siempre llegaba temprano, caminaba ya por el pasillo rumbo a la nave.

Al verlo se me olvidó que vestido tenía puesto, se me olvidaron mis ojeras de mapache y hasta la sonrisa que había ensayado tan ridículamente frente al espejo y parada en el banquito de mi baño.

Corrí hasta el aula y cuando llegué a la puerta lo vi esquivando mesas para llegar a la nuestra, la última.

-¡Hey!- Le grité para hacerlo voltear.

Cuando me miró corrí hacia el exhalando una carcajada. No me detuve y salté a abrazarlo sin dejar de reír.

El se quedó congelado pero yo no lo solté y después de unos segundos infinitos me abrazó de regreso.

-A mi también me da gusto verte- dijo mientras se soltaba riendo conmigo.

Reírse con él era otra cosa.

Durante las semanas siguientes Antonio se volvió mi amigo. A lo largo de las clases lo veía dibujar en las esquinas y espacios libres en las hojas de sus cuadernos, dibujaba los edificios que pensé algún día querría construir. No sabía que el también me observaba mientras tenia la mirada perdida en la ventana, pensando en los cuentos que a mí me hubiera gustado escuchar. Un día, me invitó a su casa. Mi madre ansiosa por ver que por fin tenía un amigo con quien jugar y distraerme de mis pesadillas me mandó a su casa con un enorme plato de galletas para comer mientras jugábamos.

Toqué la puerta con las galletas en la mano. La mamá de Antonio me abrió la puerta; era una mujer alta, bonita y con la misma sonrisa que su hijo lucía tan pocas veces. Me invito a pasar y tomó las galletas, prometiendo regresarlas acompañadas de vasos de leche. Se perdió en los pasillos de la casa.

Al instante Antonio apareció en la cima de las escaleras. Estaba emocionado, casi tanto como yo. Bajó corriendo, me tomó la mano y me llevo escaleras arriba hacia su cuarto. Empujó la puerta y me reveló su mundo. Era un cuarto de niño, lleno de juguetes, lo peculiar era que todos sus dibujos de edificios estaban pegados en la pared. Se acerco a su cama, arrancó la hoja de un cuaderno y me la mostró.

-Mira, la dibuje para ti, para que escribas esos cuentos en los que siempre estas pensando sin que nadie te interrumpa-

Tomé el dibujo, era una pequeña casa pulcramente dibujada.

-Está muy bonita, gracias – dije sonrojada

Antonio sonrió.

 

Comenzamos a jugar con bloques, a armar y desarmar mundos. El creaba el mundo y yo le ponía una historia. Hasta que empecé a bostezar. Me miró un segundo y comenzó a quitar las cosas que tenia sobre su cama.

-Duérmete un rato-

Negué con la cabeza, la idea de tener pesadillas en una casa que no era la mía no me agradaba nada.

-No gracias, estoy bien-

Visiblemente molesto me tomó la mano y me sentó en la cama junto a él.

-¿Porque nunca duermes? Siempre estas cansada y bostezando-

Miré el suelo largamente, pensando si debía decirle o no.

-Sueño feo- dije finalmente y en voz muy baja.

Se quedo pensando mucho tiempo con la mirada perdida en sus dibujos. No me atreví a decir nada, no quería desconcentrarlo.

-Ya sé, yo te contaré un cuento y tú mientras con los ojos cerrados lo vas a imaginar, así vas a soñar con el final del cuento y no tendrás pesadillas-

Sonreí y el conmigo. Era una buena idea.

-Está bien-.

Me acomodé en la cama y una vez que puse la cabeza en la almohada él se sentó ante su escritorio y cerró los ojos un momento, al abrirlos comenzó a contarme una historia. La continuación de la historia que yo había creado con su mundo.

A veces me costaba trabajo entenderlo y él se daba cuenta; entonces dejaba de hablar, se paraba de su silla y representaba con su cuerpo, su voz y sus gestos todo lo que con su voz no podía. Esa tarde no se lo dije, pero me hubiera gustado que me contara todo el cuento así: con sus manos y su cuerpo.

Fue la primera vez en muchos meses que pude dormir.

 

La resolana matutina me despertó, y para mi sorpresa estaba metida en mis sábanas. Froté mis ojos y me levanté. Olfateando desayuno baje las escaleras rumbo a la cocina. Mis abuelos, mis hermanos y mis padres estaban sentados en la mesa comiendo hotcakes y cuando se dieron cuenta de que los observaba desde el umbral se quedaron callados con plácidas sonrisas. Mamá me invitó a sentarme junto a ella y me sirvió tres vaporosos pasteles, puso a mí alrededor la miel de maple y la mantequilla suave que a papá le gusta, llenó mi vaso con jugo de naranja y siguió comiendo su desayuno. Los demás la imitaron.

Julián, el mayor de mis hermanos fue el primero en mencionar la increíble pinta que tenía mi rostro. Sin ojeras y sonriente. Siguieron los abuelos, felices no sólo de mi somnoliento éxito si no de que también ellos pudieron dormir tranquilamente después de la permanente inquietud de que cayera de mi cama tratando de huir de los dragones que cada noche me perseguían. Papá emanaba y absorbía la misma tranquilidad de los abuelos al mismo tiempo que disfrutaba el no tener que escuchar la narración de mi pesadilla. Mamá y Esteban sólo se sonreían, cómplices.

Terminé mis tres hotcakes y me serví dos más. Esa mañana el ámbar obscuro de la miel de maple sabía mejor, el jugo de naranja no estaba ácido y por supuesto, los hotcakes estaban doblemente esponjados. Siempre fui lenta en comer, me gustaba observar mi entorno una y otra vez y preparar con esmero cada bocado. Comer era otro de esos actos en los que empezaba acompañada y terminaba en mi planeta. Para cuando desperté del transe matutino todos me oteaban sobre sus tazas de café. Mi mamá observó cuando terminé de tragar la última torre de miel, mantequilla y nubes de sartén y procedió a preguntar

-¿Cómo te fue ayer con tu amigo Antonio?-

Me escondí en el jugo de naranja y en la pulpa atrapada en las orillas del vaso

-Bien- Dije, tímida –Divertido-

Ninguno dijo nada, pero todos sonrieron. 

Comenzaron una noche de marzo. Las pesadillas. Había tenido antes, pero nunca tan reales y vívidas. Nada podía alejarlas, ni siquiera un vaso de leche tibia o dormir en la misma habitación que mis hermanos. Sucedían casi a diario. Sin embargo, los días que no tenía sueños malos eran los mejores; salía de casa con mochila al hombro y lonchera en mano, lista para un nuevo día y segura de que jamás volvería a ver a esos monstruos que en sueños tanto me asustaban. Esos días sonreía sin parar, nada podría quitarme esa felicidad… hasta la hora de dormir.

Pasaron meses enteros. Neurólogos, psicólogos y toda la familia intentó remediar los malos sueños. Pero nadie pudo. Todos seguíamos preguntándonos como una niña tan pequeña podía tener tan terribles sueños.

Justo antes de empezar las clases las pesadillas empeoraron. La última semana de las vacaciones fue la peor, tenía miedo de dormir y en cuanto lograba conciliar el sueño las pesadillas no tardaban en acudir. La víspera de mi primer día en cuarto de primaria comenzaba y como toda una niña grande y al punto de las nueve de la noche cerré mi puerta, apagué mi lámpara y aferrada a mi oso de peluche me metí a la cama. Esa noche, nada podría molestarme, estaba dispuesta a dormir. Sin embargo recuerdo el terror que sentí mientras dormía.  La impotencia de no poder escapar de mi propia pesadilla. En cuanto pude despertar lloré hasta quedarme dormida de nuevo. Fue la peor noche y el peor sueño.

Al llegar a la escuela vi a mis viejos compañeros, tan emocionados y sonrientes. Se notaba que habían dormido toda la noche o gran parte de ella. Una vez más, al escoger bancas, me senté sola. Ya había sonado la campana y la maestra comenzaba a explicarnos nuevamente las reglas cuando la puerta se abrió y tímidamente un chico que jamás habíamos visto se asomó. – ¿Este es el salón de cuarto? – preguntó tímidamente. –Sí- respondió la maestra visiblemente molesta al ver su tiempo perdido.

El se acercó a ella y le dijo al algo oído. La maestra asintió y procedió a presentarnos a nuestro compañero. Se llamaba Antonio. Le gustaba su nombre y no quiso ningún diminutivo. Tenía el cabello claro y corto. A pesar de su timidez nos veía con sus profundos ojos verdes, en ellos se notaba su emoción y felicidad, sin embargo, no sonreía.

Cuando la maestra terminó su presentación le indico la silla libre junto a mí y le sonrió. El solo la miró y asintió, dócil. Se sentó junto a mí, saco cuaderno y lápiz y unos segundos después me extendió su mano.

–Hola, soy Antonio y lo que más me gusta es dibujar edificios-

Tomé su mano y sonreí

–Hola, soy Andrea, y me gustaría soñar-

Me miro largamente a los ojos sin soltarme la mano.  Era como si me tratara de decir algo.

–Pero… ¿Qué es lo que más te gusta hacer?-

Lo pensé un momento

–Leer cuentos- dije un poco avergonzada.

– ¡Suena divertido!- dijo Antonio, mientras sonreía por primera vez.

Cuando tenia unos 6 o 7 años tomaba clase de expresion corporal en un enorme departamento de la condesa, en la calle de Amsterdam. La clase la daba una señora argentina llamada Mirta cuyo cuerpo, cara, sonrisa y arrugas hacian que parecia no tener edad. Dentro del departamento habia un amplio cuarto, supongo en lugar de la sala y el comedor; con duela en el piso y ventanales desde los cuales se apreciaba la preciosa tarde. Recuerdo que tenia un mueble donde tenia el stereo con musica de todos los ritmos y centenares de cajitas de diferentes tamaños. Tambien, pegados al gran ventanal tenia dos canastos (de esos que les ponen a los camellos en Egipto para llevar cosas) en donde guardaba pedazos de tul, de todos los colores y tamaños supongo que para ser utilizados por la hambirenta imaginacion infantil. En la clase habia un minimo de 10 niñas de las cuales habia dos que me parecian particularmente interesantes cuyos nombres me parece nunca recordare, sin embargo creo recordar lo que me llamaba la atencion de ellas: La primera era una una niña japonesa que supongo de mi misma edad. Recuerdo que tenia un hermano o hermana mas pequeño que ella que siempre la acompañaba a clase y se quedaba junto con su madre en el espacio designado a todos aquellos que no tomaran la clase los jueves de 4 a 6. Lo que mas me dava curiosidad de ella eran sus piernas, habia algo en ellas que no la dejaban estirarse como todos los niños de la edad, le costaba trabajo hacer ciertas cosas pero no tenia mucha fe en si misma (siempre quise saber por que) asi que Mirta hacia ese trabajo por ella, y con esa voz tan gritona que tienen los argentinos practicamente la obligaba a intentarlo, a veces me parecia que la forzaba demasiado, incluso parecia algo cruel, era entonces cuando ella salia corriendo a los brazos de su siempre sonriente madre. Hoy la recorde, junto con todo lo demas y aun me pregunto si habra tenido un accidente, o si asi eran sus piernas desde el inicio.

La clase duraba dos horas y como no siempre tenia la energia o incluso las ganas para hacer los ritmicos ejercicios me escapaba al baño. Despues de los 40 centimetros que creci durante poco menos de una decada me pregunto si el baño de diminutos azulejos azul cielo se vera igual de grande que cuando iba y me impresionaba el tamaño de la tina, que me recorbada a una ballena y el impresionante eco que generaba el minimo sonido, siempre quise llevar a ese baño color azul cielo una aguja, para, con mucho cuidado, tirarla e intentar oir el eco en cuanto Mirta dejara de gritar emocionada que siguieramos saltando de las barras a un metro veinte del piso (entonces, una altura, para mi gusto, bastante preligrosa). La otra niña que recorde creo que era de Paraguay (¿O Uruguay?) y tenia el cabello mas rubio que habia visto en mi vida, era como el sol antes de llover: brillante y amarillo; siempre quise tocarlo y comprobar si era tan suave como parecia bajo en tul lila y las luces de colores del techo. Al terminar la clase ella platicaba con todas y derrepente se iba, a lo que yo corria al ventanal y veia a su papa (que por alguna razon siempre me parecio muy guapo) llegar en su bicicleta en la cual, detras del asiento habia un cojin donde ella saltaba y se sentaba de una manera tan agil y graciosa que me deva envida. Asi ambos se enfilaban calle abajo a un mundo que siempre estuve ansiosa por conocer.

Cuando iba a esa clase mi mama tenia un murano color negro en el cual recorriamos insurgentes de norte a sur y viceversa para llegar hasta Amsterdam y a casa. Durante el trayecto siempre iba adelante junto a mi mama, que me hablaba hasta que mi hermana y yo caiamos dormidas. Siempre inclinaba el asiento hasta que quedaba casi horizontal, de forma que durmiera placidamente. Aun hoy, hay un edificio que amo por que en la noche enfila las nubes pintando su punta de verde y morado. Si viven o han vistado esta ciudad supongo que lo han visto, esta en insurgentes, a la altura del parque hundido. Y todo mis recuerdos de esas tardes regresaron por que recorde que durante el trayecto de regreso a casa solo despertaba para ver la punta de ese edificio brillar, cuando ya no podia verlo, me volvia a dormir, con la promesa de volver a vernos la semana siguiente.

La noche anterior ardía por ti. Literalmente.

En la mañana me puse el outfit que mentalmente había planeado ponerme ese día y salí. Pasaron las horas y en las extrañas ganas de bailar y cantar decidí que en vez de correr y sudar en clase de educación física quería verte. Salí corriendo calle abajo y subí al metro rumbo a mi lugar favorito en el mundo. Di una vuelta al palacio de mármol y te esperé con Xavier al brillo del sol de septiembre. Me encanta abrazarte y como disfrazas la mirada al verme. Ni tu ni yo habíamos estado el 15 de septiembre tan cerca del zócalo pero caminamos sobre Madero como bajo la lluvia lo hicimos una vez. Me dejé guiar por ti y a la vista de tantos policías (Que me ponen tan nerviosa) tomé tu mano. Con la misma timidez y rapidez con la que tomé tu mano la volví a soltar. Logramos tu cometido y casi volando llegamos al metro. Me invitaste el boleto y transbordamos.

Íbamos frente a frente, sintiendo la atracción uno por el otro. Platicamos, reímos y nerviosos tomamos agua fría. En un impulso me acerqué a tus labios y te miré a los ojos. No me tientes, sabes que yo también quiero. Dijiste. Te miré a los ojos pidiéndote que me dieras ese beso, que dejaras ese ardor mezclarse con el mio. Me besaste. Nos besamos.

Quiero hacerlo de nuevo. Todas estas cosas quiero vivirlas contigo.

El day dream se me da y últimamente comienzo a hacerlo cuando menos me lo espero. Me gusta cuando terminan por que entonces sonrío y me aseguro que soñar tantas veces así es por que él también lo hace. Y se que lo hace, aunque su conciencia lo detenga.

De mis sueños adolescentes tengo muchos, pero finalmente es el mismo destino. Me sueño viviendo sola en un departamento de grandes ventanas. Mi sueño llegó a tales dimensiones que se donde esta esta ubicado, y lo mejor es que aún conserva el mismo letrero de «se vende» desde que nos conocimos. Me sueño manejando sin rumbo y dirigiéndome a donde yo solo quiero ir. Es mi coche y esta lleno de mi esencia. Huele a mi y tiene de mi.

Tengo mis sueños de ninfomana romántica. En los que él y yo nos besamos, nos tocamos y hacemos el amor. Rico y delicioso. Nos acurrucamos y hablamos mirándonos a los ojos. Otra ronda de sexo. Aún no tengo suficiente de ti. Salimos a comer algo entre risas y caricias furtivas para regresar y ver una película. ¿Sabes? Aún tengo ganas de ti.

Hoy llego y escribo.

Soy Andrea y tengo 17. Me gusta montones leer y cocinar. Hace un año descubrí el teatro y me encanta. Futbolera y americanista. Soy fotógrafa de closet junto con muchos sueños guardados. Soy de estatura media, mucha boobie y mucha pompa. Tengo el cabello corto (como Emma Watson) de color café y ojos grandes del mismo color. Esa soy yo.

Voy a escribir aquí y voy a contar mi vida, ya si alguien lee pues que bueno.

Por lo pronto, eso es todo. (Por que en una media hora ya tendré la entrada siguiente)