Durante las semanas siguientes Antonio se volvió mi amigo. A lo largo de las clases lo veía dibujar en las esquinas y espacios libres en las hojas de sus cuadernos, dibujaba los edificios que pensé algún día querría construir. No sabía que el también me observaba mientras tenia la mirada perdida en la ventana, pensando en los cuentos que a mí me hubiera gustado escuchar. Un día, me invitó a su casa. Mi madre ansiosa por ver que por fin tenía un amigo con quien jugar y distraerme de mis pesadillas me mandó a su casa con un enorme plato de galletas para comer mientras jugábamos.

Toqué la puerta con las galletas en la mano. La mamá de Antonio me abrió la puerta; era una mujer alta, bonita y con la misma sonrisa que su hijo lucía tan pocas veces. Me invito a pasar y tomó las galletas, prometiendo regresarlas acompañadas de vasos de leche. Se perdió en los pasillos de la casa.

Al instante Antonio apareció en la cima de las escaleras. Estaba emocionado, casi tanto como yo. Bajó corriendo, me tomó la mano y me llevo escaleras arriba hacia su cuarto. Empujó la puerta y me reveló su mundo. Era un cuarto de niño, lleno de juguetes, lo peculiar era que todos sus dibujos de edificios estaban pegados en la pared. Se acerco a su cama, arrancó la hoja de un cuaderno y me la mostró.

-Mira, la dibuje para ti, para que escribas esos cuentos en los que siempre estas pensando sin que nadie te interrumpa-

Tomé el dibujo, era una pequeña casa pulcramente dibujada.

-Está muy bonita, gracias – dije sonrojada

Antonio sonrió.

 

Comenzamos a jugar con bloques, a armar y desarmar mundos. El creaba el mundo y yo le ponía una historia. Hasta que empecé a bostezar. Me miró un segundo y comenzó a quitar las cosas que tenia sobre su cama.

-Duérmete un rato-

Negué con la cabeza, la idea de tener pesadillas en una casa que no era la mía no me agradaba nada.

-No gracias, estoy bien-

Visiblemente molesto me tomó la mano y me sentó en la cama junto a él.

-¿Porque nunca duermes? Siempre estas cansada y bostezando-

Miré el suelo largamente, pensando si debía decirle o no.

-Sueño feo- dije finalmente y en voz muy baja.

Se quedo pensando mucho tiempo con la mirada perdida en sus dibujos. No me atreví a decir nada, no quería desconcentrarlo.

-Ya sé, yo te contaré un cuento y tú mientras con los ojos cerrados lo vas a imaginar, así vas a soñar con el final del cuento y no tendrás pesadillas-

Sonreí y el conmigo. Era una buena idea.

-Está bien-.

Me acomodé en la cama y una vez que puse la cabeza en la almohada él se sentó ante su escritorio y cerró los ojos un momento, al abrirlos comenzó a contarme una historia. La continuación de la historia que yo había creado con su mundo.

A veces me costaba trabajo entenderlo y él se daba cuenta; entonces dejaba de hablar, se paraba de su silla y representaba con su cuerpo, su voz y sus gestos todo lo que con su voz no podía. Esa tarde no se lo dije, pero me hubiera gustado que me contara todo el cuento así: con sus manos y su cuerpo.

Fue la primera vez en muchos meses que pude dormir.

 

La resolana matutina me despertó, y para mi sorpresa estaba metida en mis sábanas. Froté mis ojos y me levanté. Olfateando desayuno baje las escaleras rumbo a la cocina. Mis abuelos, mis hermanos y mis padres estaban sentados en la mesa comiendo hotcakes y cuando se dieron cuenta de que los observaba desde el umbral se quedaron callados con plácidas sonrisas. Mamá me invitó a sentarme junto a ella y me sirvió tres vaporosos pasteles, puso a mí alrededor la miel de maple y la mantequilla suave que a papá le gusta, llenó mi vaso con jugo de naranja y siguió comiendo su desayuno. Los demás la imitaron.

Julián, el mayor de mis hermanos fue el primero en mencionar la increíble pinta que tenía mi rostro. Sin ojeras y sonriente. Siguieron los abuelos, felices no sólo de mi somnoliento éxito si no de que también ellos pudieron dormir tranquilamente después de la permanente inquietud de que cayera de mi cama tratando de huir de los dragones que cada noche me perseguían. Papá emanaba y absorbía la misma tranquilidad de los abuelos al mismo tiempo que disfrutaba el no tener que escuchar la narración de mi pesadilla. Mamá y Esteban sólo se sonreían, cómplices.

Terminé mis tres hotcakes y me serví dos más. Esa mañana el ámbar obscuro de la miel de maple sabía mejor, el jugo de naranja no estaba ácido y por supuesto, los hotcakes estaban doblemente esponjados. Siempre fui lenta en comer, me gustaba observar mi entorno una y otra vez y preparar con esmero cada bocado. Comer era otro de esos actos en los que empezaba acompañada y terminaba en mi planeta. Para cuando desperté del transe matutino todos me oteaban sobre sus tazas de café. Mi mamá observó cuando terminé de tragar la última torre de miel, mantequilla y nubes de sartén y procedió a preguntar

-¿Cómo te fue ayer con tu amigo Antonio?-

Me escondí en el jugo de naranja y en la pulpa atrapada en las orillas del vaso

-Bien- Dije, tímida –Divertido-

Ninguno dijo nada, pero todos sonrieron.